Tomadas de la mano, una niña y su nana recorren los cerros de Valparaíso buscando una verdad escondida. En lo alto, en medio de quebradas y lamentos, se yerguen casas humildes en donde se llora a los que ya no están, a quienes han desaparecido en contra de su voluntad. Es Chile, impreso en papel, enfrentado a una historia que se arma de a pedazos como un rompecabezas de género que aún, con los años, no tiene solución.
Para recordar a los seres queridos, las mujeres bordan paisajes llenos de colores; y entre ellas van calmando el dolor. Los trozos recolectados son reunidos entre las vecinas o son donados por las visitantes: lo que quedó de un delantal escolar, el rastro de un viejo vestido de baile, la chaqueta que el señor de la casa no volvió a usar. El desecho cobra un nuevo significado: la imagen de un paisaje que preferimos olvidar pero que, a través de la narración y de los colores, vuelve a nosotros en forma de protesta.
Las arpilleras fueron una manifestación artística nacida bajo la dictadura de Pinochet. A través de géneros, lanas y bordados se buscó una forma de llamar la atención frente a la injusticia, la desigualdad, la violencia y la desaparición forzada de personas y familiares. Este trabajo, surgido al alero de la Iglesia Católica, contó con el apoyo de la Vicaría de la Solidaridad, organismo creado por el Papa Pablo VI a solicitud del cardenal Raúl Silva Henríquez, y que masificó este tipo de talleres en distintas comunas de Chile.
Hoy recuperamos un retazo de esta historia a través de Mis Raíces, editorial chilena que publica Las arpilleras. Una historia contada con hilo y aguja, un emotivo trabajo de la escritora Marjorie Agosin y de Cynthia Imaña, artista textil dedicada a las arpilleras.
Agosin es profesora, escritora y académica chilena con una vida desarrollada en los Estados Unidos, desde 1968. En el Wellesley College (Massachusetts) ha formado a una gran cantidad de estudiantes en literatura latinoamericana y español. Su obra académica está plagada de investigaciones sobre mujeres, derechos humanos y de autoras como Violeta Parra, Gabriela Mistral y María Luisa Bombal. Además de este libro, en el ámbito nacional podemos encontrar de ella: Ana, reimaginando el diario de Ana Frank (Das Kapital, 2016) y El árbol florido (Mis Raíces, 2018), ambos junto a la ilustradora Francisca Yáñez.
Imaña muestra un contundente trabajo en pos de la revitalización de las arpilleras, dedicando su obra a la memoria y el fotobordado. Podemos ver en sus redes sus aportes a la literatura infantil, como en el caso de la portada de la revista mexicana Bicicleta de papel; o a los movimientos sociales actuales, arpilleras que se hermanan con las creadas en los años setenta y ochenta. Esta artista vuelca en la tela y en los pañitos bordados, textos que denuncian la injusticia, la violencia contra los manifestantes del estallido y el apoyo a las mujeres y minorías.
Ambas, cada una desde su sitio, nos van revelando al pasar de las páginas la historia que hermana a Celeste y Delfina. Unidas por hilos invisibles la niña y la mujer van descubriendo las capas de una historia oculta de tristeza y llantos, pero también de compañerismo y afecto. En un tono siempre cálido, Delfina, la trabajadora de origen mapuche, le enseña a Celeste que tras las grandes casonas del cerro Alegre se encuentra otro Chile golpeado por la pobreza.
Juntas van recogiendo los retazos de tela y armando ovillos con lanas que le sobran a los vecinos, y que llegan en una cesta de mimbre a las arpilleristas después de un viaje en micro o en tren. Es Valparaíso, pero también San José de los Andes. Es Talca, Linares, Peñalolén, Cerro Navia y son muchas otras las comunas donde las lágrimas se confunden con el abrazo, la taza de té, los géneros de flores y las palabras que alivian la muerte.
Las arpilleras son arte expresado en comunidad y están cosidas con un hilo que, a pesar de los años, no se rompe y que sigue uniendo las heridas de un país llamado Chile.
Por Claudio Aravena G.